México ha dado un giro histórico en la geopolítica mundial al confirmar su participación en la próxima cumbre del BRICS, un movimiento que nadie anticipó y que podría redefinir su papel en el escenario internacional. En medio de la atención centrada en Los Ángeles, la presidenta Claudia Sheinbaum sorprendió al anunciar que México estará presente en Río de Janeiro, rompiendo con su tradicional alineación hacia Estados Unidos. Este paso audaz llega en un contexto de tensiones comerciales y presiones arancelarias que han marcado la relación con la Casa Blanca.
La decisión de Sheinbaum no fue improvisada; representa un cambio estratégico hacia una mayor autonomía y un fortalecimiento de la cooperación con potencias emergentes como Brasil, India, China, Rusia y Sudáfrica. Este acercamiento se traduce en oportunidades concretas, como la llegada de empresas farmacéuticas indias que buscan establecer plantas en México, transformando al país en un centro de producción biofarmacéutica regional.
El impacto de este anuncio ha generado nerviosismo en Washington, donde Donald Trump ya ha calificado al BRICS como una amenaza directa al dominio del dólar y a la hegemonía estadounidense. México, que participará en las cumbres del G7 y del BRICS en el mismo mes, está adoptando una postura de soberanía que podría cambiar el equilibrio de poder en la región.
Este movimiento no solo es un hecho diplomático; es una declaración política que señala el deseo de México de ser un actor clave en la nueva arquitectura global. La pregunta ya no es si México puede unirse al BRICS, sino si el mundo está listo para un México libre y multipolar. Con esta jugada, Sheinbaum está configurando una política exterior firme y autónoma, posicionando a México como un puente esencial entre América Latina y las potencias emergentes. La era de la dependencia está llegando a su fin, y el futuro se dibuja con nuevas oportunidades y desafíos en un mundo cada vez más interconectado.